Los seres humanos
más insípidos hicieron posibles los mayores crímenes de la historia humana. Son
los arribistas. Los burócratas. Los cínicos. Realizan las pequeñas tareas que
hacen que vastos, complicados sistemas de explotación y muerte se conviertan en
realidad. Recolectan y leen los datos personales reunidos sobre docenas de
millones de nosotros por el Estado de seguridad y vigilancia. Llevan las
cuentas de ExxonMobil, BP y Goldman Sachs. Construyen o pilotan drones aéreos.
Trabajan en la publicidad y en las relaciones públicas corporativas. Emiten los
formularios.
Bueno. Malo. Esas
palabras no significan nada para ellos. Están más allá de la moralidad.
Existen para que funcionen los sistemas corporativos. Si las compañías de seguros abandonan a decenas de millones de enfermos para que sufran y mueran, que así sea. Si los bancos y los departamentos de alguaciles expulsan a familias de sus casas, que así sea. Si las empresas financieras roban los ahorros de los ciudadanos, que así sea. Si el gobierno cierra escuelas y bibliotecas, que así sea. Si militares asesinan niños en Pakistán o Afganistán, que así sea. Si unos especuladores de productos básicos aumentan el coste del arroz, del maíz y del trigo hasta que sean inasequibles para cientos de millones de pobres en todo el planeta, que así sea. Sirven al sistema. Al dios del beneficio y la explotación. La fuerza más peligrosa en el mundo industrializado no proviene de los que albergan credos radicales, sea radicalismo islámico o fundamentalismo cristiano, sino de legiones de burócratas anónimos que trepan por la maquinarias corporativas y gubernamentales. Sirven cualquier sistema que satisfaga su patética cuota de necesidades.
Existen para que funcionen los sistemas corporativos. Si las compañías de seguros abandonan a decenas de millones de enfermos para que sufran y mueran, que así sea. Si los bancos y los departamentos de alguaciles expulsan a familias de sus casas, que así sea. Si las empresas financieras roban los ahorros de los ciudadanos, que así sea. Si el gobierno cierra escuelas y bibliotecas, que así sea. Si militares asesinan niños en Pakistán o Afganistán, que así sea. Si unos especuladores de productos básicos aumentan el coste del arroz, del maíz y del trigo hasta que sean inasequibles para cientos de millones de pobres en todo el planeta, que así sea. Sirven al sistema. Al dios del beneficio y la explotación. La fuerza más peligrosa en el mundo industrializado no proviene de los que albergan credos radicales, sea radicalismo islámico o fundamentalismo cristiano, sino de legiones de burócratas anónimos que trepan por la maquinarias corporativas y gubernamentales. Sirven cualquier sistema que satisfaga su patética cuota de necesidades.
Esos
administradores de sistemas no creen en nada. No conocen la lealtad. No tienen
raíces. No piensan más allá de sus ínfimos e insignificantes roles. Son ciegos
y sorgos. Son terriblemente analfabetos, al menos respecto a las grandes ideas
y modelos de civilización e historia humanas. Y los producimos en
universidades. Abogados, tecnócratas, especialistas empresariales. Gerentes de
finanzas. Especialistas en tecnología de la información. Consultores.
Ingenieros petroleros. “Psicólogos positivos”. Especialistas en comunicaciones.
Cadetes. Vendedores. Programadores. Hombres y mujeres que no saben de historia,
que no saben de ideas. Viven y piensan en un vacío intelectual, un mundo de
menudencias embrutecedoras. Son “los hombres huecos” de T.S. Eliot, “los
hombres rellenos”, “figuras sin forma, sombras sin color”, escribió el poeta.
“Fuerza paralizada, ademán sin movimiento”.
Fueron los
arribistas los que hicieron posibles los genocidios, desde la exterminación de
los americanos nativos a la matanza de armenios por parte de los turcos, del
Holocausto nazi a las liquidaciones de Stalin. Fueron los que mantuvieron en
funcionamiento los trenes. Rellenaron los formularios y dirigieron las
confiscaciones de propiedades. Racionaron los alimentos mientras los niños
morían de hambre. Fabricaron las armas. Dirigieron las prisiones. Impusieron
restricciones de viajes, confiscaron pasaportes y cuentas bancarias e
impusieron la segregación. Hicieron cumplir la ley. Hicieron su trabajo.
Arribistas
políticos y militares, respaldados por especuladores con la guerra, nos han
llevado a guerras inútiles, incluida la Primera Guerra Mundial, Vietnam, Iraq y
Afganistán. Y millones los siguieron. Deber. Honor. Patria. Carnavales de la
muerte. Nos sacrifican a todos. En las fútiles batallas de Verdún y la Somme en
la Primera Guerra Mundial, 1,8 millones resultaron muertos heridos o jamás
encontrados en ambos lados, A pesar de los mares de muertos, en julio de 1917
el mariscal de campo británico Douglas Haig
condenó a aún más personas en el fango de Passchendaele. En noviembre,
cuando era obvio que su prometida ofensiva de penetración en Passchendaele
había fracasado, se deshizo del objetivo inicial –como lo hicimos en Iraq
cuando resultó que no había armas de destrucción masiva y en Afganistán cuando
al Qaida abandonó el país– y optó por una simple guerra de desgaste. Haig
“vencería” si morían más alemanes que tropas aliadas. La muerte como tarjeta de
puntuación. Passchendaele costó 600.000 vidas a ambos lados del frente antes de
terminar. No es una historia nueva. Los generales son casi siempre bufones. Los
soldados siguieron a Juan el Ciego, que había perdido la vista una década
antes, hacia una resonante derrota en la Batalla de Crécy en 1337 durante la
Guerra de Cien Años. Solo descubrimos que los líderes son mediocres cuando es
demasiado tarde.
David Lloyd
George, primer ministro británico
durante la campaña de Passchendaele, escribió en sus memorias “[Antes de la
batalla de Passchendaele] el Estado Mayor del Cuerpo de Tanques preparó mapas
para mostrar cómo un mapa que aniquilara el alcantarillado conduciría
inevitablemente a una serie de estanques y ubicaron los sitios exactos en los
que se reunirían las aguas. La única respuesta fue una orden perentoria de que
‘no envíen más de esos mapas ridículos’. Los mapas deben ajustarse a los planes
y no los planes a los mapas. Los hechos que interferían con los planes fueron
calificados de impertinentes.”
Esta es la
explicación del motivo por el cual nuestras elites gobernantes no hacen nada
respecto al cambio climático, se niegan a responder racionalmente a la crisis
económica y son incapaces de encarar el colapso de la globalización y del
imperio. Estas son las circunstancias que interfieren con la propia viabilidad
y sustentabilidad del sistema. Y los burócratas solo saben cómo servir al
sistema. Conocen solo las habilidades administrativas que ingirieron en West
Point o en la Escuela de Negocios de Harvard. No pueden pensar por su propia
cuenta. No pueden desafiar suposiciones o estructuras. No pueden reconocer
intelectual o emocionalmente que el sistema puede hacer implosión. Y por lo
tanto, hacen lo que Napoleón advirtió que era el peor error que un general
puede cometer: pintar un cuadro imaginario
de una situación y aceptarlo cómo real. Pero ignoramos despreocupadamente la
realidad junto con ellos. La manía por un fin feliz nos ciega. No queremos
creer lo que vemos. Es demasiado deprimente. Por lo tanto, nos retiramos hacia
el auto-engaño colectivo.
En la monumental
cinta documental de Claude Lanzmann, Shoah, sobre el Holocausto, entrevista a
Filip Müller, un judío checo que sobrevivió las liquidaciones en Auschwitz como
miembro del “equipo especial”. Müller relata esta historia:
Un día en 1943
cuando ya estaba en el Crematorio 5, llegó un tren de Bialystok. Un prisionero
en el ‘equipo especial’ vio a una mujer en la ‘sala de desvestirse’ quien era
la esposa de un amigo suyo. Salió inmediatamente y le dijo: ‘Vais a ser
exterminados. En tres horas seréis cenizas.’ La mujer le creyó porque lo
conocía. Corrió por todo el lugar y advirtió a las otras mujeres. ‘Nos van a
matar. Vamos a ser gaseados’. Las madres que llevaban sus hijos sobre sus
hombros no querían oír algo semejante. Decidieron que la mujer estaba loca. La
ahuyentaron. Fue donde los hombres. No sirvió para nada. No es que no le hayan
creído. Habían oído rumores en el gueto de Bialystok, o en Grodno, y otros
sitios. ¿Pero quién quería creer algo semejante? Cuando vio que nadie escuchaba,
rasguñó toda su cara. Por desesperación. En choque. Y comenzó a gritar.
Blaise Pascal
escribió en Pensamientos “Corremos descuidados hacia el precipicio, después que
hemos puesto delante de nosotros alguna cosa para impedirnos verlo”.
Hannah Arendt, al
escribir “Eichmann en Jerusalén” señaló que lo que motivaba primordialmente a
Adolf Eichmann era “una extraordinaria
diligencia en la busca de su progreso personal”. Se unió al Partido Nazi porque
era un buen paso para su carrera. “El problema con Eichmann”, escribió, “era
ser precisamente lo que muchos eran al igual él y que estos muchos no eran ni
pervertidos ni sádicos sino que eran, y siguen siendo, terrible y horriblemente
normales.”
“Cuanto más se le
escuchaba, más obvio se hacía que su incapacidad de hablar estaba estrechamente
relacionada con su incapacidad de pensar, es decir, de pensar desde el punto de
vista de los demás”, escribió Arendt. “Ninguna comunicación con él era posible,
no porque mintiera sino porque estaba rodeado por la más fiable de todas las
salvaguardas contra palabras y la presencia de otros, y por ello contra la
realidad como tal”.
Gitta Sereny
plantea lo mismo en su libro En aquellas tinieblas sobre Franz Stangl, el
comandante de Treblinka. Su misión en la SS representó una promoción para el
policía austríaco. Stangl no era un sádico. Era de voz suave y cortés. Quería
mucho a su esposa y a sus hijos. A diferencia de la mayoría de los oficiales
nazis en los campos, no convertía a mujeres judías en concubinas. Era eficiente
y muy organizado. Se enorgullecía por haber recibido un elogio oficial como
“mejor comandante de campo en Polonia”. Los prisioneros eran simples objetos.
Bienes. “Era mi profesión” dijo. “Me gustaba. Me satisfacía. Y sí, era
ambicioso al respecto, no lo niego”. Cuando Sereny preguntó a Stangl cómo
siendo padre podía matar niños, respondió que “pocas veces los veía como
individuos. Siempre se trataba de una inmensa masa… Estaban desnudos, apiñados,
corrían, eran impulsados con látigos…”. Después dijo a Sereny que cuando leía
sobre ratas campestres le recordaban Treblinka.
La colección de
ensayos de Christopher Browning El camino al genocidio señala que los que
posibilitaron el Holocausto eran burócratas “moderados”, “normales”. Germaine
Tillion señaló “la trágica holgura [durante el Holocausto] con la cual personas
‘decentes’ se podían convertir en los más crueles verdugos sin parecer darse
cuenta de lo que les estaba sucediendo”. El novelista ruso Vasily Grossman en
su libro Todo fluye observó que “el nuevo Estado no requería santos apóstoles,
constructores fanáticos, inspirados, discípulos fieles, devotos. El nuevo
Estado ni siquiera requería sirvientes, solo oficinistas.”
La doctora Ella
Lingens-Reiner escribió en Prisioneros del miedo, su abrasador recuerdo de
Auschwitz, que “para mí los tipos más repugnantes de la SS eran los cínicos que
ya no creían auténticamente en su causa, pero que seguían acumulando su
culpabilidad sangrienta por sí misma”. “Esos cínicos no eran siempre brutales
con los prisioneros, su conducta cambiaba según su humor. No tomaban nada en
serio – ni a sí mismos ni a su causa, ni a nosotros, ni nuestra situación. Uno
de los peores era el doctor Mengele, el Doctor del Campo que he mencionado
anteriormente. Cuando un grupo de judíos recién llegados eran clasificado entre
los adecuados para el trabajo y los adecuados para la muerte, silbaba una
melodía y movía rítmicamente su dedo pulgar hacia su hombro derecho o izquierdo
– con lo que quería decir ‘gas’ o ‘trabajo’. Pensaba que las condiciones en el
campo eran pésimas, e incluso hizo algunas cosas para mejorarlas, pero al mismo
tiempo cometía crueles asesinatos, sin ningún escrúpulo”.
Esos ejércitos de burócratas
sirven un sistema corporativo que terminará por matarnos literalmente. Son tan
fríos y desconectados como Mengele. Realizan tareas minuciosas. Son dóciles.
Conformistas. Obedecen. Encuentran su valor propio en el prestigio y el poder
de la corporación, en el estatus de sus posiciones y en las promociones en sus
carreras. Se reconfortan en su propia bondad mediante sus actos privados como
esposos, esposas, madres y padres. Participan en consejos escolares. Van al
Rotary Club. Asisten a la iglesia. Es esquizofrenia moral. Erigen muros para
crear una consciencia aislada. Posibilitan los objetivos letales de ExxonMobil
o Goldman Sachs o Raytheon o las compañías de seguros. Destruyen el ecosistema,
la economía y la política y convierten a trabajadores y trabajadoras en siervos
empobrecidos. No sienten nada. La candidez metafísica termina en el asesinato.
Fragmenta el mundo. Pequeños actos de bondad y caridad disimulan el monstruoso
mal que instigan. Y el sistema sigue adelante. Los casquetes polares se funden.
Las sequías destruyen los cultivos. Los drones matan desde el cielo. El Estado
se mueve inexorablemente para encadenarnos. Los enfermos mueren. Los pobres
mueren de hambre. Las prisiones se repletan. Y el arribista, sigue adelante,
haciendo su trabajo.
Chris Hedges, cuya
columna se publica los lunes en Truthdig, pasó casi dos décadas como
corresponsal extranjero en Centroamérica, Medio Oriente, África y los Balcanes.
Ha informado desde más de 50 países y trabajado para The Christian Science
Monitor, National Public Radio, The Dallas Morning News y The New York Times,
en el cual fue corresponsal extranjero durante 15 años.